ENSIMISMADOS

por Fernando Gómez de la Cuesta.

Ahora que todo nos parece lejano, de otro mundo, casi de otra vida, conviene recordar que fue en 2014, no hace tanto tiempo, cuando Carmen Pastrana presentó una serie de obras de belleza inquietante cuyo título responde al nombre genérico de “Máscaras”. Aquellas piezas siguen poseyendo hoy, aunque quizá por motivos distintos, esas cualidades enigmáticas, amenazantes, subyugantes y turbadoras que ya las caracterizaban entonces. La artista, los artistas, son seres ultrasensibles dotados con una capacidad extraordinaria para percibir cosas en aquellos lugares donde apenas hay certezas, personas singulares que tienen la facultad de ver y de prever, por eso, estas máscaras, se constituyen como un conjunto de pinturas y de dibujos premonitorios que pulsan una realidad latente, algo que ya se encontraba allí. Lo cierto es que estas obras representan unas figuras antropomorfas, cabezas y bustos, cuyas fisonomías están completamente cubiertas por las propias máscaras antigás que dan título a la serie, pero también por unas ropas que nos impiden saber si en el interior de aquella presencia hay un cuerpo humano tangible o, por el contrario, aquella desmaterialización cubierta de tela con la que la imaginería distópica dio forma al hombre invisible. La propia artista nos explica esta serie diciendo que “para entender a una sociedad es más útil examinar sus temores que sus deseos. Antes, el miedo, se vivía compartido y ahora nos enfrentemos a él cada uno aislado en su burbuja. Una sociedad obsesionada con la seguridad, con estar a salvo de millones de peligros, es una sociedad desconfiada, temerosa; y una sociedad que teme, no se aventura a nada”. Una declaración que sigue vigente en muchos de sus aspectos, que anticipaba ese miedo ante aquello no visible, ante lo desconocido e incontrolable, ante eso que ha terminado por hacernos hincar la rodilla, una serie que, también, se encarga de ponernos en antecedentes sobre la propuesta que aquí presentamos y que responde al título de “Ensimismados”.
Hace apenas unos meses nadie podía imaginarse todo lo que hemos vivido, hace poco más de un año era difícil especular con una situación como la actual. Cuando nació el proyecto que nos ocupa, antes de la pandemia, la búsqueda de la artista ya estaba próxima a lo que ahora es. Sin embargo, el devenir de los acontecimientos ha ido situando esta investigación en un contexto muy diferente, en un espacio intermedio e indeterminado donde el cambio de paradigma se está gestando a partir de una ruptura tan abrupta que impide que nada quede indemne. De inicio, el uso masivo de la tecnología digital y los efectos que provoca, la pérdida de la capacidad de atención, la de relacionarnos, eran los vectores principales sobre los que se articulaba este análisis que partía de la evidencia del bombardeo de estímulos e información al que estamos constantemente sometidos y que viene suministrado por unos medios tecnológicos cuyos dispositivos nos generan dependencia y adicción. El resultado de todo eso es una sociedad alienada cuya voluntad ha sido anulada por las grandes corporaciones, las corrientes de opinión, las macropolíticas, las modas, las tendencias y los algoritmos. Pastrana parte del miedo que le provoca la idea de que los dispositivos electrónicos acaben controlándonos mediante el conocimiento indiscriminado sobre nosotros mismos que, continuamente y sin apenas reparos, les suministramos. Un desvelamiento de lo más íntimo, de lo más privado, desde el que se nos manipula de una forma sibilina, aquella que aparenta que somos nosotros los que seguimos decidiendo, incluso cuando es evidente que eso no es así.
El llamado Síndrome de Hikikomori es una forma más o menos voluntaria de aislamiento social por la que optan aquellas personas que viven rodeadas de tecnología, llegando a crear un mundo virtual que les hace perder el contacto con la realidad. Las redes se convierten en una nueva forma de evasión y, al igual que ocurrió con las religiones, nos sirven para superar, o como mínimo para hacer más llevaderos, todos aquellos miedos que son consustanciales al ser humano: la angustia vital, el sufrimiento, la enfermedad, la muerte. Un proceso de bunkerización física que contrasta, precisamente, con la absoluta apertura, omnipresencia y omnipotencia que la virtualidad extiende ante nosotros. A medida que nos conectamos con ese mundo que las nuevas tecnologías nos ofrecen, nos vamos desconectando de nuestra propia vida real, de las personas que nos rodean, de todo aquello que deberíamos acompañar, amar y cuidar, en un proceso de devastación empática que todavía no sabemos qué consecuencias tendrá, pero que está estableciendo unas relaciones en las que el centro es nuestro propio ego y las demás personas tan sólo son valoradas por aquello que nos dan. Unos vínculos establecidos en términos de aprovechamiento e insolidaridad donde el encuentro con el otro nos pone en situaciones difíciles, dejando en evidencia que la diferencia nos molesta, que evitamos el contacto, que preferimos las correspondencias rápidas y superficiales, sin involucrarnos, sin mostrar nunca nuestra parte más sensible, la más vulnerable.
En “Ensimismados”, los protagonistas, comparecen provistos de unas gafas de realidad virtual tras la que ocultan parte de su cara y todo su pensamiento y atención, unas piezas donde la figura humana se va desdibujando, se va apagando, va perdiendo su forma y su color, se desmaterializa, se convierte en un fantasma que vaga en medio de unos paisajes que van ganando protagonismo, que van absorbiendo conciencia. Estos personajes, como si de una película de Tarkovski se tratara, se nos muestran alienados, desprovistos de voluntad, como si habitaran otra realidad y lo que viéramos aquí fuera tan sólo un reflejo de su propia presencia, como si estuvieran hipnotizados por un falso Aleph que, como escribió Borges, contendría “todas las luminarias, todas las lámparas, todos los veneros de luz”. Es en este punto donde la artista nos plantea sus dudas, donde nos interroga sobre la naturaleza humana, sobre su capacidad de introspección, sobre la dialéctica y la simbiosis que establecemos con la máquina, sobre esa huida continua que no sabemos hacia dónde nos lleva ni cuál será el camino. Un devenir imparable que, ahora, nos sitúa en un nuevo momento crítico, en una pandemia fruto de la desmesura que está modificando de manera irreversible todo aquello que conocemos, ubicándonos en este punto de inflexión, en ese instante de quiebra, donde comienzan a operarse los cambios trascendentales, aquellos que, entre otras cosas, nos llevan hacia una utilización más empática, más sensible, más humana, de unas tecnologías que han permitido que nos mantengamos unidos con aquellos a quienes amamos en un contexto desquiciado de miedo al contagio, confinamiento, soledad y exclusión.