EN Y CONTRA EL VACÍO

por Óscar Alonso Molina.

[Breves notas sobre las más recientes escenas de Carmen Pastrana que, a modo de emblemas, se componen sobre el blanco absoluto]

 
emblema (también empresa, jeroglífico o divisa) del griego ἔμβλημα (émblema), compuesto del prefijo ἐν (en) y βάλλω (poner), que significa «lo que está puesto dentro o encerrado»

Cuanto ocurre en el mundo de Carmen Pastrana lo hace en o contra el vacío, ese blanco impoluto de sus fondos que, indudablemente, se convierte al final en un inesperado protagonista más de sus impecables escenas. Apenas pobladas, desoladas, metafísicas, éstas desarrollan sucintos pero muy intensos diálogos donde alguien o algo se relaciona con algún otro elemento y, en efecto, también con el vacío insondable que lo rodea. O contra él.

Semejante envolverlo todo en el blanco, no dejando rastros ni sombras, donde la profundidad se anula, volviéndose ambiguos los pesos y las masas, el origen de las luces, la caducidad de la piel y la textura del mundo, ¿será para Carmen una medida higiénica o solamente terapéutica?; quiero decir, la presencia constante de ese medio, se supone que neutro, tan homogéneo y sin cesuras, ¿se tratará de una condición estética impuesta para concentrar con limpieza nuestra atención en los acentos figurativos y las historias en que se ven enredados o, por el contrario, tan sólo aspira con su empleo sistemático a una suerte de tratamiento especial del espacio plástico y del tiempo narrativo, a su control absoluto? No, no queda claro del todo ya, porque su obra última se encarna progresivamente en un cuerpo más conciso y escueto, más sintético, casi afásico; así, cada vez más sus dibujos y pinturas se organizan en torno a una tensión no explícita, pero donde es fácil detectar cierta estructura recurrente: casi siempre una pareja de elementos figurales que, manteniéndose en la distancia, desarrollándose en paralelo, se encargan de poner en marcha la máquina metafórica de estas escenas suyas desde las cuales se abordan, con registros de apariencia desenfadada o intrascendente, propios de la cultura teen y su merchandising, algunos hondos aspectos de la existencia humana y de su estar el mundo. Una flor y una mujer; una mujer y un perro o un ave; un perro o un ave y una flor… qué universo material cíclico tan reducido y, sin embargo, qué proliferación de alusiones y al cabo qué densidad alegórica. La iconografía recurrente de nuestra pintora se restringe a un puñado de figuras y de acciones que, en su combinación y variantes (el sexo, la raza del animal, el estampado de los vestidos, etcétera) dan lugar a interpretaciones que se suman entre sí sin tregua, construyendo un discurso que a lo largo de la serie crece y se vuelve más tupido y rico.
Que todas esas lecturas tengan que ver con el habitar del ser humano sobre la faz de la tierra se reafirma, de manera paradójica, porque ésta es justamente la gran ausente en sus líneas y su horizonte: la prodigiosa, inmarcesible variedad de imágenes que ofrece lo vivo y lo terrenal, sus paisajes, sus culturas y tipos, sus motivos concretos, queda reducido aquí sin remisión a la impenetrable superficie del blanco que todo lo domina y, al mismo tiempo, que todo lo elimina. Dónde actúan, desde dónde caen, sobre qué se apoyan sus personajes… No hay respuesta: nada, silencio, ¡fundido en blanco!
El espacio platónico de la pura idea sirve a Carmen Pastrana como poderoso marco para conseguir efectos de una sutileza compositiva refinada y artificiosa, eso es claro, pero también se nos presenta como pantalla de proyección de sugerencias o contextos indeterminados que el espectador habrá de construir por sí mismo. Al tiempo, es lo que actúa también sobre esa flor, esa mujer, ese perro o ese ave que allí vemos, con una fuerza inesperada y sólo equiparable a la elegancia que desprende al ejercerla: todo en su seno se comprime y achata hasta los límites de la ilustración, del dibujo, volviendo los cuerpos casi transparentes y en las lindes de la japonesería; pero es que, además, este passepartout inmaculado confiere a todos ellos un aire alegórico que, al final, los empuja a su última condición, la del emblema.
Y aquí el círculo se cierra: no decir nada puede decirlo todo, como advertía Gracián; la emblemática contemporánea de Carmen Pastrana suspende en el vacío un tanto enigmático del silencio y de la nada los motivos de sus figuras (pictura, imago), para cuyo desciframiento sólo nos ha dejado los herméticos títulos (inscriptio, lemma), ese asidero desafiante pero que ya no remite a un epigrama concreto (subscriptio, declaratio), a no ser que estas líneas que estás leyendo sean el propio texto explicativo genérico, ojalá. Contra el fondo vacío de la interpretación se ven lanzados, casi siempre por pares, unos symbolon que en el fondo nunca van a revelarnos lo que quiere contarnos la autora sino de manera ambigua, oscura, parcial e impenetrable. En cualquier caso lo harán en o contra el blanco, puestos allí dentro o encerrados, os lo decía desde el principio.
Ó. A. M. [Madrid, enero de 2012]