MORAL Y MELANCOLÍA

por Óscar Alonso Molina.

[Sobre el carácter transformador de las imágenes a partir de las que pinta y dibuja Carmen Pastrana]

 

La maldad imaginaria es romántica y diversa; la maldad verdadera es aburrida, monótona, triste y vacía. La bondad imaginaria es sosa; la bondad verdadera siempre resulta sorprendente, maravillosa, alucinante.
 -Simone Weil-
 
 Nadie es capaz de ver las cosas como son si antes no sabe cómo deben ser. 
 
-Boyer D’Agen-
En la obra de Carmen Pastrana hay algo de surrealismo que no lo es. No sé si me explico... Uno se acerca a esas imágenes y, casi de inmediato, se le hace presente un mundo emocional desbordante, hiperestésico y sensible a los más mínimos matices, como detonante inmediato para su invitación a bucear en las asociaciones oníricas y esa abundancia de encuentros inusuales que allí acontecen, convocando extremos en principio incompatibles de los seres y enseres que pueblan los mundos de la vida. Como es bien sabido, también eso mismo fue a menudo el surrealismo, cuyos mecanismos de activación imaginales permanecían al servicio de la propia inercia de las amalgamas, lo sorprendente y otras y muy variopintas alteraciones de lo visible; pero aquí...
De la mano de esos delicados encadenamientos de sintagmas que propone Carmen Pastrana, el espectador se irá adentrando poco a poco en un universo con algo de maravilloso y, al tiempo, con mucho de melancólico; si se me apura, diré que presiento incluso un fondo que a punto estoy de llamar tenebroso, aunque quizá sea más sensato llamarlo sencillamente terrible, latiendo allí dentro, en calma, mostrando su enorme potencial con tranquilidad y sin siquiera luchar por aflorar de entre esas capas, las más profundas, donde “reposando en sí se presiente”. Es como si a tal naturaleza atroz y perturbadora le bastara hacer manifiesta su elíptica presencia en medio de las delicadezas y los refinamientos de una obra, por lo demás, toda ella placeres sofisticados, cuidadas rarezas y un aliento límpido. Sólo así consigo explicarme el equilibrio logrado en todos estos trabajos entre la expresión de la dulzura y el intenso dolor -¿sentimiento?- que transmite su encarnación en imágenes. Pero entonces, ¿de qué naturaleza serán todos los acoplamientos y cambios de escala (puntos de vista) que pinta y dibuja Carmen Pastrana, parafraseando un mundo interior de sorpresas y pequeñas acciones incomprensibles al primer golpe de vista?; ¿será que allí, tras la apariencia de la sorpresa, velado, subyace un fondo “moral”, un comentario siempre de lo que las cosas deberían ser?
Quien me acercó a su trabajo me anunciaba en la presentación, un tanto enigmáticamente, que “no es fácil definirlo en bloque. Tal vez al tener una raíz emocional, éste ha sufrido interesantes variaciones como su vida”; y así, el amigo común, para ilustrarlo, me señalaba cómo hace un par de años Carmen había vuelto a la tranquila vida de Olmeda de las Fuentes tras una intensa estancia de siete años en Nueva York: “Creo que semejante polarización –continuaba diciendo- está de alguna manera presente también en su trabajo.” No quiero ni imaginar ahora lo que diría el psicoanálisis de estas imágenes suyas... Supongo que cosas tan sorprendentes como las que ha dicho ya de las fenomenales escenas del Bosco, quien, por cierto, por aquí aparece citado de manera generosa en alguna ocasión, y a buen seguro no por casualidad.
De la incesante (re)combinación de figuras de un pintor tan enigmático como el maestro flamenco, nuestra protagonista parece haber tomado tanto el gusto por la concreción material de las figuras y las escenas, por híbridas que ambas sean, como esa refractaria cualidad a ser explicado por completo -“no es fácil definirlo en bloque” a él tampoco- en el plano narrativo y moral, incluso echando mano del análisis paranoico-crítico u otros medios ligados a la ciencia hermenéutica más libre. Y ni que decir en lo que respecta a las cuestiones estilísticas de su original maniera. Así, los espacios poéticos de ambos, a pesar de la enorme distancia, se caracterizan por a la incesante concatenación de imágenes que, en un fluir de las continuidades, aspiran a dejarnos en última instancia sin habla, sin logos, o mejor aún, a convertir nuestro lenguaje en un cauce de imágenes verbales sin principio ni fin, sin centro ni periferia. En el centro del mito. Como si de un magma desbordante se tratara, ese imposible lenguaje aformal codiciado desde el númen del preconsciente codificado sueña, efectivamente, con desdibujar los límites entre todas las cosas, empezando por el mismo sueño y la vigilia, el exterior y el interior (o lo que es lo mismo aquí: la supuesta realidad y el mundo anímico e imaginativo); pero también, y sobre todo, entre lo viable y lo imposible, entre lo grande y lo pequeño, entre la norma y lo que al cabo ha de resultar por fuerza paradójico, incompatible, contra natura, monstruoso...
Y es que la violencia que se ejerce sobre el reino de lo posible, cierto y concreto, es uno de los niveles más seguros para medir la presencia de estilemas “surrealizantes” en una obra. Herencias epigonales de aquella terapéutica tan traumática que la vieja vanguardia no dudó en aplicar como herramienta de intervención en su época -a su época-, los conceptos de shock e impacto (a los que hoy nos hemos acostumbrado hasta grados delirantes, gracias sobre todo a la publicidad y el devenir del arte contemporáneo) son, en estos trabajos, amortiguados y, digámoslo así, transformados en meras alusiones, gestos sin conclusión efectiva; puro amago. Apuntándolos en rápida enumeración, encontramos tres familias principales: insinuaciones al mundo de los sentidos y los sentimientos en cuanto claves ineludibles de nuestra manera de estar en el mundo físico y social; a la figura femenina como médium entre la biología pura y el universo simbólico; a la mirada sobre el mundo natural y los estados edénicos desde la perspectiva de nuestro presente, tan lejano como indiferente a su recuperación.
La presencia casi constante en su obra de figuras femeninas, aisladas o en grupo, y de algunas especies de aves asiduas (garzas, cigüeñas, flamencos y gaviotas, principalmente), junto a la recurrencia de una variopinta iconografía proveniente del mundo mediático volcado a los adolescentes de hoy (ídolos de grupos musicales teen, tribus urbanas, dibujos Manga, personajes de series televisivas y cómic para los más pequeños, etcétera), configuran un personal reparto donde la realidad se mezcla con la ficción, tanto en los papeles protagonistas como en el desarrollo de las acciones llevados a cabo por ellos. El acercamiento de Carmen Pastrana a la vida del día a día es revelado a través de sus seres comunes, vestidos con ropa actual y discreta, cortes de pelo que todos reconocemos, y una actitud melancólica muy extendida en la gestualidad contemporánea. Todo ello hay que entenderlo también en la estela lejana de un pop más lírico que irónico, y tendente a lo simbólico, que gusta de resumir las figuras a su silueta, los escenarios a una escueta línea de horizonte, los objetos a su imagen más reconocible, casi estereotipada, para juntarlos y empezar a hablar de lo mágico que anida en cada escena cotidiana y doméstica, en el rostro familiar de la existencia.
Además, en estos trabajos, el gusto por la limpieza del conjunto y su estructura, que roza la japonesería con su valoración exquisita del vacío, lo mismo que el cuidado, puesto hasta la máxima tensión, de los ritmos lineales en equilibrio con el blanco del lienzo y el papel, o las áreas de color entendidas como acentos, focos de atención en la lectura del plano de representación, son rasgos que nos transportan de manera indescriptible a la imaginería oriental y sus premisas narrativas, compositivas y gráficas. Algo que, por cierto, quizá lleve a recordar el estilo literario del hoy tan afamado Haruki Murakami, con su tratamiento impecable e incruento, elegante y onírico de los acontecimientos en la frontera de lo fantástico, plagado de elipsis enunciativas y hechos de raíz simbólico-imaginativa, como a un paso “más acá” del mundo definitivamente alterno en el fascinante Viaje de Chihiro, a quien también podríamos compararlo.
Gadamer insistía en el hecho de que cualquier obra de arte pude aportar percepciones vagas, fragmentadas o medio deshechas a una estructura transfiguradora. Sólo por la presencia inagotable que supone descifrar su misma realización, no ya sus planos de sentido conceptual, cabría esperar de estas pinturas y dibujos de tan sugerente factura, pensados para la mirada cercana casi más que para la lejana, una experiencia similar. Y así, frente a esos descomunales lirios de Carmen Pastrana, tan imponentes, sobrevolados por jóvenes que planean en el aire, o que caen ya al agua; frente a sus pegatinas y recortes fotográficos provenientes de la industria mediática nipona y su merchandising; sus cantos rodados y sus filigranas; sus escalofriantes piscinas y torres de Babel, uno puede hacer extensivo aquello que John Berger ponderaba en la obra de Picasso realizada entre los años 1931 y 1943, sólo que aquí de otra manera, y, claro, con relación a un contexto histórico y estético claramente distinto: que comparten “una preocupación con sensaciones físicas tan fuertes y tan profundas que destruyen cualquier objetividad y recomponen la realidad como un complemento del dolor y o del placer.” ¡Que no es poco! Y que así sea.
Ó. A. M. [Madrid-Roderos (León), junio de 2010]